Capítulo V: Las ruinas de antaño
Una figura surcaba el horizonte a lomos de un caballo pardo. El astro rey se estaba ocultando en la lejanía y pronto la noche llegaría. Hacía tanto tiempo que no viajaba por aquellas tierras… tantos años escritos con tinta en el papiro infinito que es el tiempo. Aún recordaba cuando ejércitos con la causa de aniquilar las fuerzas que defendían a Seporia marchaban por aquel lugar. ¡Cuántos recuerdos! Se acordaba de los grandes dragones negros que surcaban los cielos y de la infantería de elite enemiga. Cabalgó y cabalgó por el infinito yermo. Era una tierra muerta de suelo rojizo y algún arbusto en medio de la nada. Cabalgó durante toda la noche hasta el amanecer. Con la salida del sol, divisó una extensa zona árida. La estrella salía desde el fondo del valle, dando a conocer la majestuosidad de la muerte. El calor del día hacía que el aire ondulase al horizonte. La luz rojiza hacía de aquel yermo un lugar más siniestro aún. Miles y miles de esqueletos descansaban en aquella tumba común. La montura del misterioso hombre se negó a continuar, pues el caballo podía oler la muerte y la desesperación. No tuvo más remedio que descender de ella y atarla a un árbol muerto para evitar que escapara. El hombre, ataviado con una túnica negra empezó a caminar. Su rostro lo cubría una capucha del mismo color que su túnica y capa. Un pañuelo cubría el rostro salvo los ojos. Fuera quién fuese, quería permanecer de incógnito. Bajó por una cuesta hacía aquella fosa y contempló aquel desolador paraje. Banderas, ya rasgadas por el viento, de ambos bandos ondeaban. Los esqueletos y cadáveres en descomposición de humanos compartían el mismo destino que el de dragones de gran tamaño, caballos, mastines y demás seres. La paz de la muerte había acallado la gran guerra que los que vivían habían provocado. Las pisadas del negro personaje hacia que los huesos crujieran a sus pies. Caminó por la larga senda de la muerte hasta llegar a un punto en el que podía ver Sora. La ciudad, que un día fue la joya de la civilización, ahora estaba en ruinas. Sus murallas, agrietadas por el paso del tiempo y el impacto de las catapultas y arietes, albergaban tras sus muros secretos que era mejor dejar imperturbados. Los cadáveres a sus espaldas comenzaban a levantarse mientras empuñaban en sus manos armas oxidadas que en antaño sirvieron para segar la vida de sus enemigos. Seguían a aquel invasor, una idea surcaba sus vacíos cráneos y era la de acabar con la vida de aquel que había entrado en los dominios de los muertos. La oscura figura atravesó las murallas abriéndose paso por una de las múltiples grietas, seguido por centenares de esqueletos que marchaban a unos metros detrás de él. En el momento en el que entró en Sora observó numerosas casas en ruinas y templos destruidos. Las plantas de los jardines, al no tener a nadie que las cuidase y mantuviera, se habían expandido invadiendo las antiguas calzadas. En una avenida de aquella ciudad, cientos de esqueletos colgaban ahorcados desde los arcos y astas, era sin duda un paisaje desolador para la vista. Posiblemente aquellos desdichados cadáveres fueran los de los soldados que se opusieron a los Caballeros de la Edad Oscura, pues pocos guerreros hacían ajusticiamientos masivos. Justo al lado de dicha avenida había una plaza con unas esculturas en el centro, parecían ser figuras importantes dentro de la historia de Seporia. Acercándose a ellas las contempló, muchas de ellas estaban en ruinas e irreconocibles, solo quedaban en perfecto estado cuatro de aquellas estatuas. Estaban esculpidas en mármol, todas ellas parecían portar una pesada armadura acompañada de una gran capa, pero una, era distinta pues en su cabeza portaba una corona de laureles. Bajo ellas, una placa de metal ya deteriorado por el paso del tiempo indicaba el nombre de aquellos hombres: Wulfbait, Cerian, Infleim y Vas’Ard. El misterioso hombre continuó su camino como por instinto. Algo parecía llevarlo al lugar que buscaba y deseaba ansiosamente que fuera lo que fuese, ansiaba ser encontrado. Recorrió varias callejuelas hasta que llego al lugar indicado: Las ruinas del senado de Seporia.
Aquel edificio fue en los días del pasado una gran joya circular de mármol, con grandes columnas y gigantescos jardines, pero ahora ya no era así. La gran bóveda se había desplomado parcialmente, numerosas columnas habían caído y los jardines habían crecido sin control alguno. Se aproximó a la puerta del edificio, la cual estaba custodiada por dos grandes estatuas que representaban la magia y la ciencia respectivamente. La estatua que representaba a la magia era una joven bella con una túnica larga, sus ojos permanecían cerrados y un cristal nodo yacía en su mano derecha. A su derecha estaba la estatua que representaba a la ciencia, con forma de hombre. Era un anciano de larga barba y calvo, pero no daba sensación de vejez, sujetaba en su mano izquierda un compás y parecía que contemplaba en horizonte. La puerta que quedaba guardada en medio de sendas estatuas era de madera ya putrefacta y carcomida, por lo que no presentó un reto abrirla de una patada. Una figura saltó desde la sombras y derribó a aquel que rebuscaba en las ruinas del pasado. El agresor portaba una armadura como la de las estatuas, una gran capa azulada colgaba de sus hombros y llevaba la cara al descubierto por lo que fue reconocido con facilidad. Ojos azulados, pequeños y fríos lo observaban fijamente. Un cabello corto despeinado con matices rojizos y marrones cubría su cráneo. Era Vas’Ard, el legendario general de Seporia, pero ¿qué hacía en aquellos lugares?
- Döjther, no deberías estar aquí.- Exclamó Vas’Ard.- Vuelve inmediatamente, éste no es lugar para ti. Grandes peligros moran bajo estas ruinas.
- ¿Quién crees que eres para darme órdenes?- Dijo Döjther desenvainando su espada.- Además, ¿cómo es que conoces mi nombre?
- Sabía que vendrías. Infleim te ha poseído y te ha prometido grandes poderes. Llevo custodiando este edificio desde el final de la guerra, me negué a partir hacia el exilió con mis camaradas y permanecí aquí para evitar que gente como tu se aproveche del mal que un día desencadenamos. No te dejes engañar por esas promesas de poder fácil. Tu codicia solo traerá muerte a todos los rincones de Terra.
- ¿Cómo sabes todo eso?- Dijo perplejo el líder de los cazarrecompensas.- Es imposible que sepas tanto.
- Porque sea improbable no tiene por qué ser imposible. Yo fui el arquitecto que construyó este maravilloso edificio y gran parte de los monumentos de esta grandiosa ciudad. Yo fui el que diseñó la cámara arcana que tanto ansias encontrar y conozco su funcionamiento. Puedo escuchar la magia que emana, he escuchado la voz de Infleim y conozco vuestros planes. Mi deber moral es el de impedir que vuestros planes se hagan realidad. Depón tus armas y vuelve o prepara para morir.
- ¡No retrocederé!- Gritó Döjther desesperado.- No puedes apartarme de mis objetivos. Te mataré si es necesario
- En ese caso, este edificio será tu tumba.
Vas’Ard empuño un gran martillo de guerra con sus dos manos y se lanzó al ataque. Döjther no fue lo suficientemente rápido como para esquivar la acometida e impactado por el martillo salió despedido para chocar contra una columna. El guardián de aquellas ruinas volvió a atacar, pero esta vez con el martillo para aplastar el cráneo del rey de Imburgo. En esta ocasión, esquivó el golpe y el martillo golpeó la columna partiéndola en dos. Döjther aprovechó esta oportunidad para contraatacar, así que golpeó con una patada el abdomen de Vas’Ard. Retrocedió a causa del golpe soltando su gran martillo de guerra. Döjther se lanzó al ataque con su espada al vuelo para cercenar la cabeza del enemigo. Vas’Ard esquivó el ataque apartándose hacia un lado, lo cogió con una mano del cuello y alzándolo lo lanzó contra el muro que daba al habitáculo de la cámara arcana. Döjther rompió con su impacto la pared y calló dentro de la habitación sellada. Vas’Ard recuperó su martillo y avanzó hacia la el lugar en el que se encontraba Döjther, pero para su sorpresa, parte del techo cayó a causa de la grieta en la pared y bloqueó el paso. No daba crédito a aquello, era imposible que una presa se le hubiera escapado. Intentó apartar los escombros, pero eran demasiados y muy pesados.
- ¡Insensato!- Exclamó Vas’Ard.- No oses abrir esa maldita cámara.
- ¿Aún intentas proteger lo que hay dentro de esa cámara arcana?
- No.- Suspiró lleno de tristeza.- Intento protegerte a ti de lo que la cámara arcana guarda en sus entrañas.
- Abriré la cámara arcana de todos modos. Lo lamento por ti.
- No sabes el mal que desencadenarás. Mucha gente morirá por tu culpa, y por los dioses te juro que en esa lista de bajas tu nombre será escrito.
* * *
Diciendo esto, Vas’Ard se volvió y emprendió un largo viaje para encontrar a alguien que pudiera ayudar a detener el mal que se cerniría sobre el mundo. Salió al jardín y sentándose reflexiono sobre el modo de acabar con aquella amenaza. Una mariposa azul de vivos colores revoloteaba por el lugar, Vas’Ard extendió un dedo y la mariposa se posó en él. Era hermoso ver que en aquel lugar tan muerto aún quedaba vida, a lo mejor Seporia renacería un día de sus cenizas. Llevó la mariposa junto a la boca, le susurró unas palabras y la dejó volar libre. La pequeña criatura encontraría el lugar al que debía ir y sabría lo que tendría que hacer. El mago se levantó y emprendió un largo viaje hacía un lugar muy lejano, pero no pararía hasta llegar allí.
Vas’Ard se escondía entre las calles en ruinas de la ciudad, no era recomendable dejarse ver con legiones de no muertos esperando las órdenes de Döjther. Estaba oscureciendo, y eso era mala señal, pues cuando la noche cubriera con su negro manto la cúpula celeste sería mucho más complicado escapar de la ciudad. Al ser el que diseñó la ciudad, Vas’Ard conocía perfectamente todas las callejuelas que había y todos los atajos escondidos a los que no sirvieron a Seporia. Se dirigía a la plaza del mercado, si la memoria no le fallaba el alcantarillado de esa zona estaría intacto. Se apresuró a llegar hasta allí, corriendo por las callejuelas le demoraba mucho, pero ¿acaso no era mejor demorarse que perecer bajo las espadas de miles de no muertos? No tenía tiempo que perder, así que apresuro el paso.
Corriendo esquivaba gatos y demás alimañas que salían de entre las grietas de las casas, tal era su velocidad que al doblar una esquina no vio lo que tras ella se escondía. Chocó contra un cadáver aún en descomposición pero reanimado por la magia nigromántica de Infleim. Parecía que era uno de los legionarios de Seporia por la armadura plateada ricamente decorada con laureles verdes. Le faltaba la piel en muchos lugares de su cara, dejando ver el cráneo. El poco pelo que poblaba la descompuesta cabeza era escaso y ceniciento. Su maxilar inferior se había perdido mostrando así una garganta famélica. Ojos blancos, enfermos a causa de la ponzoña que en ellos había anidado, lo observan desde el olvido de la muerte.
Vas’Ard empujó al no muerto con su hombro para que cayera al suelo. Una vez tumbado, agarró su martillo de guerra con las dos manos y lo descargó sobre la cabeza del que nunca debía haberse levantado de nuevo. Un cerebro en descomposición se desparramó en todas las direcciones y un estruendo se formó cuando el martillo, al atravesar el cráneo de la criatura, machacó la baldosa que debajo de su cabeza se hallaba.
Alertados por el ruido, varios no muertos del fondo de la callejuela se alertaron de la presencia del intruso y con torpes movimientos se acercaron para prenderlo. Vas’Ard, como era de esperar, no se quedó allí para ver como hordas de no muertos se le echaban encima y volvió a irse tan rápido como sus pies podían correr. Corría por las calles con un ejército macabro que lo rodeaba por todos lados, si tomaba una bifurcación allí estaban esperándolo y si no lo hacía también habría más opositores.
No le quedaba otra opción que la de tener que plantarle cara a algunos de ellos. Mientras corría, aplastaba los cráneos de algunos esqueletos, después de aplastar cráneos, el martillo bajaba para hundirse en la caja torácica de otros. Otro cadáver en descomposición se interpuso en su camino. Vas’Ard hundió el martillo en el pecho de la criatura y saltó mientras lo sostenía entre sus manos. Mientras saltaba sobre la criatura, el martillo se elevaba y por consecuencia, el no muerto. Cuando Vas’Ard tocó tierra, lanzó al cadáver contra un grupo de no muertos, haciendo que se desplomaran contra el suelo.
Después de muchas vueltas dar, y evadirse de demasiados adversarios, consiguió llegar a la mencionada plaza del mercado. Hordas de no muertos hambrientos de la carne humana esperaban a aquel magnífico adversario para devorarlo con sus putrefactas fauces. Oxidadas espadas brillaban con la luz del rojizo sol de la tarde. Todos se observaban y ninguno se movía, lo que sucediera a continuación dependía de cómo se manejase la situación. No se sabe cuanto tiempo permanecieron allí, con el tiempo como único testigo de aquella epopeya sin final pero épica a la vez. El atardecer se marchaba cederle su puesto a la oscura noche, señora de sueños y de pesadillas. Los últimos rayos de sol jugueteaban a esconderse de la cristalina luz de la luna.
En este preciso momento, Vas’Ard se abalanzó con todas sus fuerzas hacia la fúnebre turba. Los no muertos respondieron del mismo modo: plantando batalla. Oxidadas espadas y maltrechas hachas segaban el aire, intentado arrebatar la carne de los huesos del mítico guerrero. Martillazos que quebraban huesos y cabezas eran la única respuesta que él les daría. Los montones de huesos y astillas se amontonaban en torno al círculo mortal, cuyo radio era delimitado por el mortal martillo de guerra. El montón cada vez crecía más y más, pero los enemigos no dejaban de llegar y las fuerzas de Vas’Ard disminuían poco a poco.
Fijó su mirada en uno de los cadáveres andantes que a él se acercaban. Una piedra azulada y traslucida colgaba de su cuello a modo de collar. No podía creer lo que veía “¡Cristal nodo!” dijo para si mismo. No hizo otra cosa que lanzarse contra el portador de la joya mágica para arrebatarle tan preciada posesión y después lo golpeó con brutal fuerza partiéndolo en dos de arriba a abajo. Nada más tener el cristal nodo entre sus manos, pequeños tentáculos azulados y translucidos empezaron a introducirse por su piel. ¡Volvía a sentir la magia! Los ojos de Vas’Ard brillaron con un fulgor blanco y santo. Debajo de su piel parecía haber miles de pequeñas lámparas de blancas flamas, pues brillaba con fuerza. El leal martillo de guerra que a tantas batallas le había acompañado empezó a resplandecer también con un aura del mismo color que el homólogo nocturno del astro rey. Una sonrisa apareció en el rostro de Vas’Ard, que preparaba un conjuro para vencer a sus impíos y sacrílegos adversarios. Golpeando con fuerza el suelo, gritó tan fuerte como sus pulmones le dejaban. El martillo agrietó la baldosa donde había caído el golpe y de este punto, una esfera brillante y puramente blanca empezó a crecer por toda la plaza. La luz avanzaba rápidamente, consumiendo todo no muerto que envolvía a la par que destrozaba el suelo. Todo fue luz, y tras la claridad, la calma. De los no muertos no quedaba nada más que cenizas.
Vas’Ard respiró profundamente, de hecho, desearía descansar pero sabía que el tiempo estaba de su contra. Se aproximó a la reja, ya oxidada por el pasó del tiempo, de una fuente y la rompió. Observó el interior del alcantarillado, parecía seguro a pesar de todo el moho que había crecido en sus paredes de piedra. Antes de entrar, cogió una antorcha que encontró entre los restos de sus impíos adversarios.
Cada paso dentro de las cloacas era seguido por el chapoteo de sus botas. No le agradaba tener que hacer tanto ruido para escapar de una ciudad maldita, pero era lo único que podía hacer.
* * *
Dentro del senado, Döjther se preparaba para abrir la cámara arcana. “Mi buen siervo, has cumplido con tu cometido. Pronto seré liberado y tú serás proclamado rey de todo lo que ha sido creado por los dioses. Tan solo debes abrir la cámara arcana y liberarme.”
- ¿Cómo haré eso?- Preguntó Döjther a la sala vacía. El intenso dolor volvía a su cabeza como cada vez que la voz le hablaba.
“La cámara no puede ser abierta del mismo modo que descorchas una botella de vino. Es mucho más complejo que eso. Solo un miembro del antiguo senado puede abrirla.”
- Pero… todos han desaparecido. Además, estoy encerrado en esta habitación y no puedo salir.
“Yo soy miembro del senado. Yo puedo abrir la cámara usándote a ti como cuerpo. Libérame de esta prisión. Completa el circulo para restablecer el equilibrio.”
- No estoy seguro… Parece peligroso.- Döjther estaba asustado a causa de la idea de Infleim.
“Ya no hay marcha atrás. Antes no podía adueñarme de ningún cuerpo para esta causa, esto era debido a que mi magia solo se puede manifestar débilmente a poca distancia de la cámara. Es un diseño dotado con runas que anulan la magia, o al menos, gran parte de ella. En mi caso, mi poder es tan sumamente grande que puedo ayudar a alguien a liberarme. ” La voz hizo una pausa y volvió a la cabeza de aquel hombre “Puede que esto te duela.”
Döjther gritó con todas su fuerzas a causa del dolor que invadía su cuerpo. Era como si le desgarrasen por dentro con hierros al rojo, nunca había padecido semejante dolor. Calló al suelo inconsciente, no se sabe a ciencia cierta cuanto tiempo estuvo en ese estado. Pasadas largas horas, Döjther se alzó de los suelos con una mirada maligna. Ojos negros y fríos, los cuales dejaban un rastro translúcido por donde pasaban, habían sustituido a los humanos que aquel tirano tenía. Se aproximó a una puerta dorada con numerosas runas de plata que resplandecían. Numerosas inscripciones en una lengua ya olvidada decoraban aquella puerta. El nuevo Döjther parecía reconocer esa puerta, runas e inscripciones, pues era la puerta de la cámara arcana. Aproximando la mano hacia el centro de la puerta la introdujo en su volumen, como si de las transparentes aguas de un lago se tratase. Sintió una mano llena de garras que lo tocaba desde dentro intentando escapar de aquella prisión. Un sonido mecánico de engranajes girando vino del interior y la puerta se abrió con gracilidad para dar a conocer sus entrañas. Döjther quedó cegado a causa de la brillante luz que salía de dentro. La luz escapaba por todos los orificios que encontraba y en medio de la noche, las ruinas del senado de Sora resplandecía cual estrella fugaz en una noche sin luna. Era como un faro que atraía a los no muertos que avanzaban lentamente para esperar las órdenes de alguien llamado a comandarlos.
La luz de apagó finalmente y Döjther recuperó gradualmente la vista, ahora ya no estaban en el habitáculo de la cámara arcana, sino tirado por los suelos de una gran sala circular con numerosos asientos. En el centro de dicha sala, un mosaico mostraba el escudo de lo que un día fue la mayor potencia de Terra: Una corona de laureles con un ave fénix al vuelo de fondo. Sobre el mosaico una extraña figura presidía la estancia, era una visión divina pero a la vez espeluznante pues Döjther nunca había visto nada igual en toda su vida. Una criatura humanóide de piel azulada, con dos grandes alas de plumas negras en la espalda e increíble musculatura lo observaba a través de unos ojos imbuidos en llamas. Un cabello albino y largo, recogido en una larga coleta, colgaba de su cabeza. De su frente, dos grandes astas brotaban de ella dando a conocer que era un miembro poderoso dentro de la familia de los demonios. No vestía nada más que unos viejos pantalones de cuero marrón, pudiéndose ver la extraordinaria musculatura que los infiernos le habían otorgado. Numerosas runas y tatuajes rojizos poblaban la superficie del cuerpo del príncipe demoníaco. Sus grandes manos, con afiladas zarpas para desgarrar la carne humana, portaban dos bellas espadas bastardas con empuñadura y grabados de formas óseas.
- ¡Levántate, rey de hombres!- Dijo aquel ser extraño.- Levántate y obedéceme, pues yo soy Infleim, azote entre los vivos y mensajero de los infiernos. Tu me has liberado y por lo tanto te llevare a comandar ejércitos que ningún otro ser en este mundo ha visto. El poder, dulce como el hidromiel, fluirá por tu gaznate. Solo has de postrarte a mis pies y negar todos tus dioses para darme culto solamente a mí. No me falles nunca Döjther, pues mi venganza será terrible.- Infleim señaló con una de sus largas zarpas a la ventana.- Ahora mira a través de la ventana y dime qué es lo que ves.
Así lo hizo Döjther, y asomando la cabeza contempló algo que provoco que su corazón se estremeciera de miedo: miles y miles de hordas de no muertos esperaban a las afueras del edificio. Esperaban las órdenes de su nuevo señor Döjther.
- Éste es tu nuevo ejército, pues yo te lo entrego para que hagas cumplir mi voluntad. Llévalo a Imburgo junto al corazón de Larian y espérame allí, es todo lo que necesitas saber. Yo he de partir a solucionar unos asuntos pendientes, espero que no me defraudes en mi ausencia.- Dijo llevando una de sus espadas a la garganta de Döjther.
La criatura emprendió el vuelo hacia los cielos y desapareció en la oscuridad de la noche.
* * *
Lejos de aquellos parajes, se encontraba la tierra conocida como el Imperio, su capital Bhorakin era el lugar de residencia de Zacarías IX. Un gran castillo de granito presidía la ciudad, en él, numerosos banquetes tenían lugar por la gran victoria contra Sahjem. La noche reinaba en esos momentos del día y la luna presidía con débil luz toda la creación.
Zacarías IX se encontraba sentado en su trono en la sala real, la cual estaba lujosamente decorada con grandes muebles de caoba y alfombras verdes y negras, pues éstos eran los colores de su familia. El rey, que vestía una pesada capa de armiño color verde, portaba vestiduras negras como el azabache. Numerosos anillos de oro y rubíes decoraban sus manos, en uno de los cuales, se podía ver un dragón en círculo que se mordía la cola. Dicho dragón era el escudo del Imperio y escudo de armas de la familia de la cual descendía el monarca. Su cara jovial, con largos cabellos negros que caían por sus hombros, daba a conocer lo sibarita que era. Chasqueó los dedos y un sirviente corriendo fue a ver que quería su amo y señor, Zacarías IX le susurró algo a los oídos. El sirviente se apresuró a complacer a su rey, pues no le parecía una idea demasiado brillante hacerle esperar.
Pocos minutos más tarde, aparecieron dos grandes guardias de pesadas armaduras escoltando a una joven de apenas dieciséis años. La joven, de blanca piel y largos cabellos rubios como el oro, era sumamente hermosa. Muchos escultores habrían calificado su cuerpo como obra de arte, y probablemente así fuera a pesar de su corta edad. Los ojos azul celeste de la joven, llenos de lágrimas brillantes como la plata fundida, mostraban miedo y desesperación. Quería escapar y huir de allí, pero parecía imposible. Esa chica era la bellísima hija de Sahjem de Välos, su nombre era Sialine y era la única heredera de su padre. Zacarías IX le agradaba ver a la hija de su archienemigo delante de él con las eróticas vestimentas rojas que sus bailarinas llevaban, estas prendas habían sido especialmente seleccionadas por él. El tirano sentado desde su trono le ordenó que bailase para él, pero ella, con lágrimas en los ojos se negó. Zacarías, levantándose ordenó con grandes gritos de locura que bailara para él, pero ella siguió llorando y se negaba a hacerlo. El soberano, encendido por la cólera, caminó con pesados pasos hacia ella, la agarró de sus cabellos y desenvainó la espada. La chica no dejaba de gritar suplicando misericordia y compasión a su captor, pero un gran golpe llamo la atención de Zacarías IX.
El ruido había sido causado por la gran puerta de caoba al chocar contra el muro de granito. Ese estruendo lo provocó una figura cubierta con un hábito sencillo marrón con capucha, la cual escondía la cara del individuo entre sus sombras. Estas vestimentas eran típicas entre los monjes de todos los lugares de Terra, pero no era tan típico ocultar su rostro.
- ¿Quién osa interrumpir al amo y señor del Imperio?- Preguntó Zacarías cegado por la rabia.
- Mide tus palabras.- Le contestó la extraña figura.- Supongo que hace que te creas más importante y poderoso abusar de esta indefensa joven ¿no es así?- Señalando a la joven asustada añadió.
- Debería cortarte la lengua por tal insolencia. Tal vez deba matarte aquí mismo delante de mi joven bailarina para demostrarle lo que pasa con aquellos que provocan mi ira.- Sonrió con una mueca malvada.
- Nunca podrías matarme, ni siquiera empleándote a fondo. Desiste y podrás salir con vida.
- Uno de mis guardias podría acabar contigo con pasmosa facilidad. ¿Qué crees que haría yo contigo?
- Tus guardias han muerto.- El desconocido arrojó una cabeza cercenada que guardaba en sus vestimentas. Sin duda era de un guardia.- Yo los maté. Como esta cabeza hay muchas en los pasillos… pero no me parecía oportuno ni útil cargar con todas. Yo sería el que podría matarte si quisiera.
- No me hagas reír. Eres presa fácil para un mago de mi poder, pero hagamos un trato. Ambos usaremos todas nuestras habilidades, magia incluida. Si ganas, te adueñas de todas mis tierras y de mis posesiones, pero si pierdes… morirás de una manera sumamente cruel.
- Que así sea.- Asintió con la cabeza y permaneció allí esperando al ataque de Zacarías IX.
El rey levantó su mano, la tendió hacia donde estaba su rival y cerrando los ojos se concentró en un hechizo. Sus dedos se recubrieron de la misma corteza que un árbol viejo y empezaron a alargarse cual ramas. Las ramificaciones que venían de la mano del monarca se dividían cada vez más y más hasta que envolvieron enteramente al adversario, que permanecía quieto. Los dedos se cerraban oprimiendo gradualmente la caja torácica del enemigo, pero seguía sin inmutarse. “¿Has acabado ya?” Diciendo eso, se arqueó rompiendo los ropajes y ataduras que lo oprimían, se rompieron por el empuje que los músculos ejercieron sobre ellos. La túnica de rasgó y quedó hecho jirones dejando ver a la criatura que se escondía en su interior. Dos grandes alas negras se abrieron para que el asustado público comprendiese que había seres más majestuosos que su despótico rey. Fijó su mirada en el asustado monarca que no daba crédito a lo que veía. Una fuerza invisible lo levantaba al igual que la criatura levantaba la mano hacia arriba. De repente, la misma fuerza lo empujó contra uno de los muros del habitáculo y sintió un gran dolor al impactar contra las rocas. Volvió a repetir esta acción repetidas veces pero alternando de pared. Cada vez que el monarca chocaba la piedra se resquebrajaba y saltaba polvo a causa de los fuertes impactos. Las estatuas que adornaban la estancia también eran pasto de la furia de Infleim, al igual que las baldosas y sus ricos mosaicos. Finalmente, lanzó al rey contra su trono, rompiéndolo en una nube de astillas por el choque, dejándolo allí sangrando y aturdido por aquella brutal paliza.
Cinco guardias aparecieron de las espaldas de aquel que se sabía que era el claro vencedor de la batalla y cargaron contra él. Infleim, con una macabra sonrisa, agarró al primero del cuello y lo lanzó contra el segundo haciendo que cayeran por la ventana. Los tres restantes se lanzaron con sus lanzas en ristre para atravesarlo, craso error, pues Infleim saltó y poniéndose detrás de uno lo lanzó con un golpe seco hacia la lanza de sus camaradas. Tras segar la vida de este tercer guardia, abrió sus alas y cargó con una velocidad pasmosa y abriendo las garras de sus manos, cercenó los cuellos de los dos últimos. Acabando la masacre, se acercó a Zacarías IX.
- Escúchame bien Zacarías IX.- Dijo el príncipe demoníaco.- Yo soy Infleim, único y verdadero enviado de los infiernos en Terra. Mi nombre resuena con pavor en los corazones de los que no se postran a mis pies. He llevado la destrucción y la muerte a incontables vidas. He hecho cosas que vuestras simples mentes no podrían comprender, cosas que simplemente con pesarlas os llevaría a un ataque de locura. Pero todo lo que he hecho era por una finalidad y guiado por un sadismo gratuito. Ahora adórame Zacarías IX, pues yo seré tu nuevo dios y te daré más poder que a cualquier otra criatura existente.
- Eres una criatura de los infiernos.- Musitó entre dientes Zacarías IX.- Los dioses te condenarán al más terrible de los sufrimientos por ello. Estas condenado.
- ¿Dónde están tus dioses? ¿Crees que les temo?- Le susurró Infleim al oído.- He prendido fuego a todos sus santuarios. Tu fanatismo por dioses ya muertos no te salvará. Tu única salida es jurarme lealtad y cambio yo te haré un mago poderoso. Tal será tu poder e inteligencia que no dejarás a ninguno de tus rivales con vida.
- He matado a cuantos se me han puesto por delante.- Zacarías IX le contestó violentamente.- Todos los que han provocado mi ira están sepultados.
- Eso no es cierto. El rey de Vählos vive, al igual que su camarada Yurkov.- Los ojos de Sialine brillaron de alegría al escuchar aquello. Tanto su padre como su viejo compañero vivían y sabía que no descansarían hasta rescatarla del yugo de Zacarías. Sialine aprovechó el momento de confusión creado por Infleim para refugiarse en algún cuarto del castillo.
- Si lo que me cuentas es cierto.- Suspiró el rey.- yo te juro obediencia para acabar con mis enemigos.
- Que así sea.- Infleim puso su mano en la frente y a continuación cortó carne con sus zarpas en el lugar que había puesto la mano. Dibujó un extraño ojo que parecía mirar al infinito. La sangre cayó por la cara de Zacarías, pero poco le importaba pues su objetivo era acabar aquello que empezó un día.
* * *
En los tortuosos y enmoquetados pasillos de la fortaleza, la hija de Sahjem corría con todas sus fuerzas. Lagrimas cristalinas caían por sus blancas mejillas, todo parecía la peor de sus pesadillas. Mientras corría veía decenas de cadáveres brutalmente asesinados y descuartizados. La sangre de aquellos cuerpos salpicaba todas las paredes como si de un carnaval macabro se tratase. Los rostros de aquellos hombres mostraban que en sus últimos segundos de vida habían sufrido muchísimo, tal era la brutalidad con la que se había procedido que muchos rostros estaban totalmente desfigurados. Miembros cercenados tales como brazos y piernas abundaban, al igual que cuerpos a los que parecía que se les había arrancado el corazón únicamente con las garras.
Abrió una puerta y se escondió en la oscuridad de la misma. Resulto ser una bodega, pues viejas barricas colmaban la estancia e incluso daban la sensación que estaban llenas de los mejores licores y vinos. Se acurrucó entre dos barricas y lloró amargamente, aún no acababa de creerse lo que pasaba a su alrededor. Hace muy poco tiempo, era la heredera de Välos y ahora no era nada más que la bailarina de un tirano demente que rendía culto al mismísimo diablo por unas migajas de poder. Entre sollozos y lágrimas, una pequeña criatura apareció caminando sobre dos patitas rosadas de debajo de una barrica de roble. Aquella misteriosa “cosa” era pequeña y peluda, con un color marrón y blanco en su vientre, además, carecía de cola. Pequeñas orejas puntiagudas asomaban de su cabeza y un hocico pequeño y rosado olfateaba a la joven. Sus diminutos ojos negros miraban nerviosamente hacia todos lados, sentía compasión por aquella chica, pero no se fiaba del todo de ella. Sialine sonrió al ver al pequeño y peludo ser olisqueando su mano. Acarició su cabeza y su alma se apaciguó aún más. Era bonito saber que incluso en el mismísimo infierno una pequeña criatura peluda de patitas rosadas podía aparecer de debajo de una barrica de roble. Inmediatamente Sialine se encariñó con él y abrazándolo intentó pensar en algún nombre para él.
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EAH! AHI TENEIS! decidme q os parece y cual es el capititulo q mas os a gustao